3 de octubre de 2006

El antisemitismo


Pobre Adolfito, al final la historia se ha servido de él para expiar todos nuestros pecados. La culpa de la barbarie nazi fue sólo suya, él fue el creador, el instigador, el que engañó a media Alemania. La otra media no estaba de acuerdo, pero se movía por miedo. Al final, el antisemitismo era cosa de unos pocos alemanes exaltados, que luego se arrepintieron y se convirtieron rápidamente en demócratas de toda la vida (en el bando nazi colaboraron, en mayor o menor grado, TODOS los gobiernos europeos excepto Inglaterra y Grecia). E incluso en estos países, existían segmentos de la población pro-nazis (especialmente en Inglaterra antes de 1940).

Todo eso es una patraña. El antisemitismo ha existido en nuestras sociedades desde hace muchos siglos, la condena de deicidas que promovió la Iglesia fue la excusa para convertir a esta etnia en el chivo expiatorio de nuestras vergüenzas (así como luego, farisaicamente, hicimos con Hitler). El racismo es tan español como los piojos, la tiña o el hambre. Aún más, que ahora, despiojados y con el estómago lleno, no somos capaces de superar ciertos prejuicios.

En la historia, en tiempos de confusión e incertidumbre, surgen esos rebrotes de racismo nunca bien disimulado, sea contra gitanos, moros o judíos. Normalmente vienen de miserables que quieren distraer la atención de sus bajezas y unir al pueblo en una nueva cruzada contra un enemigo de la patria.

Bueno, que me lío. Ahí os dejo una leyenda de nuestro universal Becquer, lectura de adolescentes enamorados, lugar común de la poesía adolescente, en la que se puede ver de primera mano la opinión que los cristianos de pura cepa, los verdaderos españoles, tenían de sus vecinos de distinto credo. He aquí la pintura que nuestro poeta hace, empleando todos los tópicos racistas que luego usaría la máquina de propaganda de Göebbels, de un judío:


En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta morisca de una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío, Daniel Levi.
Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz enorme y corva, como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillo de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.




Si os apetece seguir leyendo, aquí teneis el resto:
LA ROSA DE PASIÓN

1 comentario:

Anónimo dijo...

Béccquer. Se le ve atractivo a pesar de sus ojos melancólicos.
No recordaba totalmente esa historia, la leí hace mucho tiempo. Es curiosa.